viernes, 13 de junio de 2014

POR QUÉ POR SANTOS


Artículo para El Nuevo Liberal de Popayán

Uno de los momentos en que yo he sentido más preocupación –por no decir más miedo- fue en ese marzo de 2008 cuando estuvimos -o estuvieron- a punto de embarcarnos en una guerra contra Venezuela y Ecuador.

Como bien recordarán, habíamos llegado a una situación en la cual entre los gobernantes se había perdido totalmente la hipocresía, ese ingrediente esencial de la diplomacia internacional y, en gran medida, de todas las relaciones humanas.

Cada presidente le iba gritando al otro, por los medios o en la cara, lo que opinaba de él, hasta el punto de que Uribe y Chávez estuvieron a punto de irse a los golpes en una reunión de la OEA. El presidente dominicano Leonel Fernández, entre otros, intervino para que se apaciguaran los ánimos, y evitó que se produjera lo que inicialmente hubiera sido un banquete para la morbosidad mundial, pero que hubiera podido desencadenar en la anunciada guerra y en una absurda matazón.

Varias personas de los tres países que trabajamos en prevención de desastres y que compartíamos la misma preocupación, escribimos un “Manifiesto contra la guerra desde la gestión del riesgo”, en el cual afirmábamos que “si los estados tienen la obligación irrenunciable de evitar los desastres para proteger la vida, la integridad y las oportunidades de sus comunidades, con mayor razón tienen la obligación de impedir una guerra”. Esa no era una afirmación coyuntural sino una convicción permanente. Estoy seguro de que hoy lo volveríamos a firmar.

La mecha siguió encendida y la bomba a la espera de un mínimo pretexto para estallar, cuando Juan Manuel Santos, tres meses después de su posesión como Presidente de Colombia y tras una reunión con Chávez en Mérida (Yucatán), nos lo presentó como su “nuevo mejor amigo”, con lo cual dio inicio a una nueva fase, menos tensa y menos peligrosa, de las relaciones entre los dos países vecinos. Y de paso con Ecuador.

Las contradicciones no cesaron del todo y creo que nadie, comenzando por Santos y Chávez, creyó realmente que cada uno se había convertido en “el mejor amigo” del otro. Pero exorcizaron el fantasma de una guerra que hubiera sido sin duda alguna una gran tragedia para toda la región.

¿Quién la hubiera “ganado”? Nadie. Todavía hoy estaríamos intentándonos reponer de esa brutalidad. Basta saber cuánto cuesta en nuestros países, en tiempo, en dinero y en esfuerzos, construir una carretera, un puente, una fábrica, un aeropuerto o cualquier otra instalación vital. Y sobre todo, cuánto cuesta la sanación de las heridas del alma.

Además, por muy valientes, experimentadas, motivadas y bien entrenadas que estén las Fuerzas Armadas colombianas, no creo que hubiera sido fácil enfrentar una guerra con varios frentes en el ámbito internacional, cuando llevamos 70 o más años intentando superar el conflicto armado en el interior del país. Y cuando, si mal no entiendo, por lo menos parte de la crisis venezolana actual se debe a que gastaron en armas y equipos de guerra una porción importante de los recursos que hubieran podido usar para satisfacer necesidades básicas de la población. El que se gasta los ahorros en armas debe tener unas ganas enormes de poderlas usar.

Pues en este caso, afortunadamente, la hipocresía, el sentido histórico y la responsabilidad primaron sobre el apasionamiento (“Colombia es pasión”, como lo es todo pueblo envenenado y aupado contra un enemigo inventado o real).

Una de las razones por las cuales voy a votar por Santos es porque creo que, si bien es necesario realizar muchos ajustes en las relaciones internacionales (por ejemplo para que no sigamos perdiendo territorio como consecuencia de muchas décadas de manejo desafortunado del conflicto jurídico por el mar territorial), también es necesario seguir gestionando las contradicciones actuales y futuras con los países fronterizos en el marco de la paz. Los envalentonamientos pueden servir para generar una falsa y temporal sensación de unidad nacional, pero terminan conduciendo al desangre.

Otra razón es porque a pesar de todos los interrogantes sin respuesta que nos genera el proceso que se está llevando a cabo en La Habana, estoy seguro de que es necesario seguir avanzando por ese espinoso laberinto tal y como lo está haciendo el equipo negociador que coordina Humberto de la Calle, bajo la dirección de Santos y con el espacio político que le ha abierto él. Un proceso que hoy cuenta con el cauto pero esperanzado respaldo de un enorme porcentaje del país y de la comunidad internacional. No conviene cambiar al cirujano y a su equipo en un momento crítico de un trasplante de corazón, ni dejar al paciente con las tripas al aire mientras se conforma un nuevo equipo negociador y se vuelve a comenzar desde cero la operación.

Si bien nadie puede garantizar con absoluta certeza que ese paciente en cuidados intensivos que es el proceso de paz va a sobrevivir y a retornar a una vida “normal” tras esta operación, de lo que sí tengo certeza es de que si en este momento apagan las luces del quirófano e interrumpen el proceso, el enfermo se va a morir. El que llegue se limitará a levantar el acta de defunción.

Existen también muchos aspectos en los que discrepo del gobierno de Santos, uno de ellos la manera como ha mantenido, sin reformas sustanciales, el rumbo de la locomotora minera que heredó del gobierno de Uribe. Habrá que seguir debatiendo muy profundamente y buscando cambios sustanciales en ese y en otros temas relacionados con la manera como se entiende y se lleva a cabo el desarrollo en el país, en especial en cuanto hace referencia a la Colombia rural.

Y desde la sociedad civil hay que profundizar ese debate, entre otras razones, porque de llegarse a firmar los acuerdos de paz en La Habana, es necesario contar con un suelo verdaderamente fértil y propicio -y con agua suficiente- para que germine en él la todavía muy débil y amenazada semilla de la paz.

Mi voto por Santos el domingo no es porque considere que su visión del país es propiamente “ambientalista” (todo lo contrario), sino porque creo que con él en la Presidencia no corren tanto peligro todos esos artículos que todavía quedan en la Constitución y que garantizan unos derechos fundamentales y la posibilidad de hacerlos respetar mediante herramientas también constitucionales y a través de la movilización pacífica y la participación real (otro derecho por el cual también hay que seguir dando la pelea).

No voy a votar, pues, ni por las blancas ni por las negras, sino por un Presidente que no creo que le vaya a dar una patada al tablero.

Voy a votar el domingo por Santos.

Bogotá, Junio 12 de 2014






LA BERRAQUERA DE LA VIDA

                                                                       
Hoy es el lanzamiento de este libro de estrevistas a hombres y mujeres sobrevivientes de minas antipersonal. Contiene los resultados de una investigación realizada por Ana Lucía Rodríguez y Manuela Gaviria con el apoyo de la Fundación Handicap Internacional y la Agencia Suiza de Cooperación COSUDE. Ana Lucía me hizo el honor de invitarme a escribir el EPÍLOGO que aquí transcribo. El Prólogo fue escrito por Francisco de Roux


Existe una rama de la biología que se dedica al estudio de los extremófilos, que son seres vivos, en su mayoría microorganismos, adaptados para cumplir todo su ciclo vital en condiciones extremas de temperatura (frío o calor), de presión, de salinidad, de radiación, de acidez, de ausencia de humedad, de presencia de metales tóxicos y, en muchos casos, de varias de esas condiciones a la vez. Seres que viven en medios que resultarían imposibles para otras especies.

También hay otros seres que estrictamente escapan al concepto de extremófilos pero que, como las plantas enraizadas en los suelos subacuáticos de las zonas intermareales, están sometidos a sacudidas permanentes en medio de las cuales deben llevar a cabo todas sus funciones vitales, incluyendo la alimentación y la reproducción. Seres para los cuales la existencia es sinónimo de, lo que desde nuestro punto de vista, sería una crisis permanente. Todos estos seres -los extremófilos en sentido estricto y los extremófilos por extensión- son expresiones de la berraquera de la Vida.

Berraquera es una palabra propia del slang colombiano, que escrita así con “b”, hace referencia a una mezcla de fortaleza más inteligencia vital estratégica más terquedad, que resulta capaz de vencer las condiciones adversas que se oponen al logro de un objetivo cualquiera. En este caso, nada menos que al objetivo de existir.

La berraquera de la Vida es una manifestación de la Voluntad de Vida intrínseca en todos los seres vivos y que en los seres humanos, individual y muchas veces colectivamente, se vuelve intencionalidad consciente de existir a pesar de todas las evidencias aniquiladoras.

A esa berraquera de la Vida hace referencia, precisamente, la palabra “resiliencia”, que desde el punto de vista de la Seguridad Territorial, se refiere a la capacidad de un territorio (de sus ecosistemas, de sus comunidades y de sus instituciones) para evitar que los efectos de una transformación interna o externa generen una crisis (resistencia) y para recuperarse satisfactoria y oportunamente cuando la crisis no se haya podido evitar (resiliencia propiamente dicha).

En términos coloquiales, la resistencia-resiliencia es la capacidad de una telaraña para aguantar sin romperse los efectos de un balonazo, y la capacidad de las arañas para volver a tejer la telaraña luego de que el balonazo la ha roto, inclusive cuando las arañas mismas han resultado directamente afectadas en su integridad “personal”. Los balonazos pueden ser de distintos orígenes, desde los efectos de un terremoto, de una erupción volcánica o de un huracán, hasta los que provienen de procesos humanos como la guerra, el desarrollo mismo o una crisis financiera a nivel interno o internacional.

Todas las personas que Ana Lucía Rodríguez ha entrevistado para escribir este libro, son extremófilos humanos, que han sido capaces de reconstruirse tras situaciones extremas de crisis individual, familiar y territorial que, a la luz de toda racionalidad convencional, parecerían imposibles de superar.

Las historias de vida que nos han sacudido en estas páginas nos permiten comenzar a entender y en lo posible a sistematizar (como lo ha hecho Ana Lucía en sus reflexiones finales), las razones y las sinrazones que, muchas veces contra toda lógica, les han permitido a todas estas heroínas y héroes de la vida cotidiana, volver a nacer como nuevos sujetos sociales tras el impacto de una crisis aniquiladora de tal magnitud.

Cuando alguien de una familia y de una comunidad muere o queda mutilado como consecuencia de haber pisado una mina antipersonal, no es solamente quien ha tenido el “accidente”, sino todo su grupo familiar y social, quien muere o queda mutilado en su dimensión emocional y, en la mayoría de los casos, en las demás dimensiones que hacen vivible la cotidianidad.

Es evidente, sin embargo, que para las personas que hemos conocido a través de estas páginas, ese desafío de resiliencia no constituye una novedad; que el episodio con la mina antipersonal es un capítulo más de una existencia lograda contra toda lógica convencional, en medio de la crisis y de sacudidas permanentes, como aquellas a que están sometidas las plantas en las zonas intermareales.

La Colombia urbana y la rural están llenas de estos extremófilos humanos que, como consecuencia de las distintas modalidades de violencia que históricamente han agobiado y siguen agobiando al país, se ven sometidos de manera permanente a situaciones que convierten a los territorios de los cuales forman parte, en fuentes de amenazas a las cuales deben adaptarse o de las cuales, como último recurso, se ven obligados a huir.

He incursionado varias veces en el drama de la pérdida del territorio como crisis de identidad, en particular al abordar el tema de la salud emocional, afectiva y cultural enlos desastres, sobre lo cual escribí:

“Pongámonos en la situación del niño cuya madre –a quien identifica como territorio de identidad y de seguridad- se enferma gravemente o por alguna razón se convierte en amenaza para él. El niño es expulsado abruptamente del territorio de la certeza, para sumirse en el de la incertidumbre y la inseguridad. Lo que antes, consciente o inconscientemente, era sinónimo de protección, se convierte en algo de lo que hay que huir, pero que no se quiere abandonar.”

En el caso particular de la afectación de una persona por haber pisado una mina antipersonal, el cuerpo mismo se convierte en “territorio desconocido” para quien despierta y encuentra que ha perdido una o más extremidades, y que su alma y su piel están llenas de heridas y de marcas imborrables dejadas por la explosión.

Por otra parte, el grupo familiar encuentra que ese sobreviviente que forma parte de él, es un nuevo ser que entra a otorgarle nuevas dimensiones dramáticas al territorio de crisis y que somete a ese grupo, regocijado por su supervivencia, a una cantidad enorme de tensiones cotidianas que deben aprender a manejar.

En ambas escalas el campo minado ya no es solamente el territorio “exterior”. Para el directamente afectado es su propio cuerpo, y para el grupo familiar es ese “nuevo miembro” en que se ha convertido quien se ha visto obligado a renacer.

Pero así mismo, y ese es posiblemente uno de los principales aportes de este libro, nos damos cuenta de que, como en un juego de matrioskas o muñecas rusas, existe una fractalidad cualitativa tanto en la manera como la crisis que afecta al territorio minado se reproduce en la comunidad, en el grupo familiar y en la persona afectada, como en los factores que les otorgan capacidad de resistencia-resiliencia a todos esos territorios de distintas escalas.

En otras palabras, los factores y las interacciones y dinámicas que le otorgan Seguridad Territorial al territorio mayor –la cuenca, por ejemplo- son los mismos factores y las mismas interacciones y dinámicas que intervienen o que se deben hacer intervenir para apoyar la recuperación del individuo y de su grupo familiar.

Así por ejemplo, para el proceso de reconstrucción de las vidas de las personas entrevistadas y de sus grupos familiares, han resultado vitales la existencia de redes de apoyo conformadas por instituciones públicas y organizaciones privadas coordinadas entre sí, que siguen protocolos prestablecidos de actuación, capaces de otorgarles a los afectados la certeza teórica y la sensación práctica de que no se encuentran solos y de que existe una Constitución y unas leyes que les reconocen sus derechos, y unas personas que trabajan para hacerlos efectivos (Seguridad Jurídica-Institucional); los apoyos concretos para ejercer una actividad productiva que les permita generar recursos con sus propios medios (Seguridad Económica, Seguridad Alimentaria); la posibilidad (todavía, desafortunadamente muy precaria en gran parte del país), de regresar a los territorios de los cuales fueron desplazados o de entrar a formar parte de territorios que les ofrezcan la seguridad perdida en sus territorios originales.

Y sobre todo, la seguridad afectiva, emocional y cultural que surge de recomponer la identidad a partir del amor propio, del sentido de pertenencia, de afecto y de responsabilidad hacia un grupo familiar y hacia una comunidad, y de la existencia de un proyecto de vida, entendido como una razón para existir.

La seguridad afectiva, emocional y cultural depende de la posibilidad de generar un discurso propio que permita metabolizar la crisis, cumpliendo la función que ejercen las llamadas extremoenzimas gracias a las cuales los extremófilos pueden existir en ambientes inviables para cualquier otro organismo.

Las lecciones que deja este libro no solamente son aplicables para quienes han sido o serán afectados en el futuro por minas antipersonal, sino para todas las comunidades colombianas urbanas y rurales que de una u otra manera se ven obligadas a trasegar los caminos minados del territorio y de la historia nacional.

2014 se presenta en Colombia y en el mundo, como un año de muchas definiciones –o por lo menos de muchas radicalizaciones- que ojalá redunden en beneficio del Derecho a la Vida con calidad y dignidad, de todos los seres vivos, en todas sus escalas y manifestaciones.

Que esas definiciones, cambios y radicalizaciones apunten en un sentido o en otro, no se deberá solamente a condiciones aleatorias, sino a compromisos humanos y a actuaciones coherentes con esos compromisos.

Este libro nos aporta ejemplos de Vida (con mayúscula) y claves sobre posibles maneras de pensar y de actuar.

Gustavo Wilches-Chaux
Bogotá, Enero 2014